5.6.09

Tres de Friedrich


166. En la encrucijada.
¿No te da vergüenza? Deseas entrar en un sistema en el que hay que convertirse en rueda, si no quieres ser aplastado por la máquina; en un sistema donde cada cual ha de ser lo que hagan de él sus superiores; donde constituye un deber natural la búsqueda de contactos; donde nadie se ofende cuando se le indica que se fije en una determinada persona porque puede serle útil; donde a nadie le da vergüenza acudir a quien sea para interceder por alguien; donde no se comprende que el sometimiento deliberado a estas prácticas conlleva el convertirse en un vulgar recipiente, que los demás pueden usar y romper cuando les plazca, sin concederle mayor importancia; donde, en último término, vienes a decir: «Nunca faltarán hombres de mi clase; utilizadme como queráis».

173. Los defensores del trabajo.
En la glorificación del trabajo, en los infatigables discursos sobre los beneficios del trabajo, descubro la misma intención oculta que en los elogios de los actos impersonales y del interés general: el miedo íntimo a todo lo que es individualidad. A la vista que ofrece el trabajo (me refiero a esa dura actividad que se realiza de la mañana a la noche), podemos comprender perfectamente que éste es el mejor policía, pues frena a todo el mundo y sirve para impedir el desarrollo de la razón, de los apetitos y de las ansias de independencia. Y es que el trabajo desgasta la fuerza nerviosa en proporciones extraordinarias y quita esa fuerza a la reflexión, a la meditación, a los ensueños, al amor y al odio; nos pone siempre ante los ojos un fin nimio, y concede satisfacciones fáciles y regulares... De este modo, una sociedad en la que se trabaja duramente y sin cesar, gozará de la mayor seguridad, y ésta es la seguridad a la que hoy se adora como divinidad suprema. Pero resulta (¡qué horror!) que el trabajador es quien se ha vuelto peligroso. Proliferan los individuos peligrosos, y detrás de ellos se encuentra el peligro de los peligros: el individuum

178. Los que se desgastan a diario.
Hay jóvenes que no carecen de carácter, de disposición ni de celo, pero a los que no se les ha dado tiempo para que se marquen una directriz, habida cuenta de que se han acostumbrado desde niños a recibir directrices. En el momento en que estaban maduros para ser enviados al desierto, se procedió con ellos de distinta forma: se les utilizó, se les separó de ellos mismos, se les enseñó a desgastarse a diario, haciendo de esto un deber y un principio, y ahora ya no pueden prescindir de ello ni quieren obrar de otra manera. Pero a estas pobres bestias de carga no se les puede privar de vacaciones (como llaman a ese ideal de ocio obligado, propio de un siglo tan cargado de trabajo), en las que pueden holgazanear y comportarse de un modo estúpido y pueril.

Friedrich Nietzsche, Aurora


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